sábado, 27 de septiembre de 2008

Despedida


Era de noche, lllovía y ruidosos truenos y relámpagos iluminaban de cuando en cuando el paísaje. Las últimas velas de la casa del alto pueblo de Putre, estaban prontas a expirar. Luis, solo tenía 8 años, mayor de 5 hermanos, único hombre en los hijos de la familia Arenas Pimentel. Su hermanita menor no tenía aún el mes de vida y se encontraban solos. Para la madre el último parto había sido extremadamente difícil, por lo que la habían trasladado al hospital de la ciudad de Arica y con ella había viajado el padre, hombre de pocas palabras pero cumplía sin titubear la ley ya que era juez del pueblo.
Acompañaba esa noche a los pequeños, que ya estaban en el amplio dormitorio pero aún despiertos, Sonia, una joven aymara que trabajaba en la casa, cuidándolos y realizando las labores domésticas. Estaban acostándose, ya prontos a dormir, cuando escucharon en la pieza contigúa, golpes en la pared, era el martillo de su padre juez que golpeaba. Todas las pequeñas se pusieron detrás de Luis, incluída Sonia y avanzaron hacia la otra pieza, ni un otro ruido, silencio expectante, solo sus corazones latiendo fuertemente. Subitamente la perra Dolly, perra grande de mezcla policial, aunque más bien indefinida que otra cosa, amiga inseparable de Luis, entró aullando en el dormitorio metiéndose como pudo debajo del catre del niño , tiritando y gimiendo. Todos gritaron asustados, al sentir a la perra, pero lo que vieron, los llenó de un espanto que hasta el día de hoy casi 70 años después lo recuerdan con ese frío que recorre el cuerpo, erizando los cabellos. De la mesita contigua a la cuna de la bebé, se alzó la palmatoria aún encendida y comenzó lentamente a recorrer cada rostro de los niños que inmovilizados por el terror, no osaban ni siquiera a pestañear. Una vez cumplido el recorrido, cayó al suelo, después de esto, una cálida brisa inundó la pieza trayéndoles el olor a flores que su madre siempre ponía frescas en la casa. Todos los pequeños lloraron abrazados, incluido Luis, a pesar de que siempre le habían prohibido que derramara lagrimas, era un hombrecito y por tanto debía comportarse como tal. Este hecho, sentía el pequeño, iba a cambiar el destino de su vida. Se sintió vació y lloró como nunca antes lo había hecho, desde el corazón, desde sus entrañas que percibían que una parte de su existencia ya nunca más estaría con el.
Nadie pudo dormir esa noche, solo la dulce Marina que a su corta vida, tal espectáculo solo la había alterado por los aullidos de la perra.
Al día siguiente, Luis se encontraba en el dintel de la puerta, acompañado de su fiel Dolly, cuando divisó a su padre. No fue necesario preguntar, ya lo sabía, ya esa noche había llorado y despedido a su madre.
Querido padre, hoy tienes 80 años, pero aún recuerdas con nitidez cada capitulo de esta historia.

martes, 23 de septiembre de 2008

Un relato no olvidado




Era principio del siglo XX, en la ciudad de La Serena. Una joven mujer vestida de pulcro blanco, miraba asustada al sacerdote que decía palabras en latín y a veces en español, ya no escuchaba, no quería entender solo pensaba en el lío en que estaba metida.
Hacía unos meses atrás había llegado a la ciudad un rico francés, de unos treinta años, según los comentarios para realizar algunas exportaciones, comercio y negocios que la Srta Francisca y la Srta María no entendían muy bien, sin embargo la situación acomodada de tal hombre, les parecía suficiente para que fuera un buen partido para su querida sobrina de tan solo 16 años pero para la época con edad ya de merecer.
Jacques Villa (se pronuncia Vilá) – nombre del tal francés - se hospedo en el lujoso Hotel de la ciudad, y por supuesto solo, mejor razón para las Srtas Francisca y María de que este señor fuera el futuro marido de su sobrina.
De la invitación a su casa, que se conocieran el francés y la niña mujer y la propuesta de matrimonio no pasó mucho tiempo. De la unión nació Olga, con una infancia rodeada de lujos y de una institrutiz que la proveía de los conocimientos necesarios para una niña de la época, tocar el piano y bordar, lo de saber escribir y leer era necesario en la medida que supiera conversar y saber quedarse callada cuando correspondiera.
A los 7 años Olga quedo huérfana de padre, el Francés había contraído una enfermedad incurable y ni todo el oro que poseía lo pudo salvar de la muerte, su madre quedo viuda a la edad de 23 años. Para la época una viuda no podía quedarse sola, por tanto tuvo que volver con su hija a la casa de sus tías. Como la niña debía ya comenzar a ir a un internado, las tías decidieron contratar a un cochero ecuatoriano para que trasladara cada Lunes en la mañana a la niña y la recogiera el día Viernes a la hora de almuerzo de vuelta a su casa. En estos viajes la madre acompañaba a su hija, eran los únicos momentos en que veía parte de la ciudad y podía conversar con otra persona que no fueran sus tías.
De las miradas, sonrisas y conversaciones primeros formales y después más coloquiales es que nació un profundo amor, prohibido y secreto. Un año más tarde en una fría noche de invierno, tomó de la mano a su hija, más algunos servicios de plata y uno que otro servicio de porcelana importada, se embarco a Valparaíso con su amado cochero. No miró atrás, no dejo carta alguna, era la primera vez que decidía por ella misma, solo arriba del barco miró a su hija ya durmiendo, tomó amorosamente la mano del cochero y sonrió aliviada.
Querida bisabuela, esta historia me la contó mi madre, tu nieta, la misma que te limpio el rostro una vez muerta.