Era de noche, lllovía y ruidosos truenos y relámpagos iluminaban de cuando en cuando el paísaje. Las últimas velas de la casa del alto pueblo de Putre, estaban prontas a expirar. Luis, solo tenía 8 años, mayor de 5 hermanos, único hombre en los hijos de la familia Arenas Pimentel. Su hermanita menor no tenía aún el mes de vida y se encontraban solos. Para la madre el último parto había sido extremadamente difícil, por lo que la habían trasladado al hospital de la ciudad de Arica y con ella había viajado el padre, hombre de pocas palabras pero cumplía sin titubear la ley ya que era juez del pueblo.
Acompañaba esa noche a los pequeños, que ya estaban en el amplio dormitorio pero aún despiertos, Sonia, una joven aymara que trabajaba en la casa, cuidándolos y realizando las labores domésticas. Estaban acostándose, ya prontos a dormir, cuando escucharon en la pieza contigúa, golpes en la pared, era el martillo de su padre juez que golpeaba. Todas las pequeñas se pusieron detrás de Luis, incluída Sonia y avanzaron hacia la otra pieza, ni un otro ruido, silencio expectante, solo sus corazones latiendo fuertemente. Subitamente la perra Dolly, perra grande de mezcla policial, aunque más bien indefinida que otra cosa, amiga inseparable de Luis, entró aullando en el dormitorio metiéndose como pudo debajo del catre del niño , tiritando y gimiendo. Todos gritaron asustados, al sentir a la perra, pero lo que vieron, los llenó de un espanto que hasta el día de hoy casi 70 años después lo recuerdan con ese frío que recorre el cuerpo, erizando los cabellos. De la mesita contigua a la cuna de la bebé, se alzó la palmatoria aún encendida y comenzó lentamente a recorrer cada rostro de los niños que inmovilizados por el terror, no osaban ni siquiera a pestañear. Una vez cumplido el recorrido, cayó al suelo, después de esto, una cálida brisa inundó la pieza trayéndoles el olor a flores que su madre siempre ponía frescas en la casa. Todos los pequeños lloraron abrazados, incluido Luis, a pesar de que siempre le habían prohibido que derramara lagrimas, era un hombrecito y por tanto debía comportarse como tal. Este hecho, sentía el pequeño, iba a cambiar el destino de su vida. Se sintió vació y lloró como nunca antes lo había hecho, desde el corazón, desde sus entrañas que percibían que una parte de su existencia ya nunca más estaría con el.
Nadie pudo dormir esa noche, solo la dulce Marina que a su corta vida, tal espectáculo solo la había alterado por los aullidos de la perra.
Al día siguiente, Luis se encontraba en el dintel de la puerta, acompañado de su fiel Dolly, cuando divisó a su padre. No fue necesario preguntar, ya lo sabía, ya esa noche había llorado y despedido a su madre.
Acompañaba esa noche a los pequeños, que ya estaban en el amplio dormitorio pero aún despiertos, Sonia, una joven aymara que trabajaba en la casa, cuidándolos y realizando las labores domésticas. Estaban acostándose, ya prontos a dormir, cuando escucharon en la pieza contigúa, golpes en la pared, era el martillo de su padre juez que golpeaba. Todas las pequeñas se pusieron detrás de Luis, incluída Sonia y avanzaron hacia la otra pieza, ni un otro ruido, silencio expectante, solo sus corazones latiendo fuertemente. Subitamente la perra Dolly, perra grande de mezcla policial, aunque más bien indefinida que otra cosa, amiga inseparable de Luis, entró aullando en el dormitorio metiéndose como pudo debajo del catre del niño , tiritando y gimiendo. Todos gritaron asustados, al sentir a la perra, pero lo que vieron, los llenó de un espanto que hasta el día de hoy casi 70 años después lo recuerdan con ese frío que recorre el cuerpo, erizando los cabellos. De la mesita contigua a la cuna de la bebé, se alzó la palmatoria aún encendida y comenzó lentamente a recorrer cada rostro de los niños que inmovilizados por el terror, no osaban ni siquiera a pestañear. Una vez cumplido el recorrido, cayó al suelo, después de esto, una cálida brisa inundó la pieza trayéndoles el olor a flores que su madre siempre ponía frescas en la casa. Todos los pequeños lloraron abrazados, incluido Luis, a pesar de que siempre le habían prohibido que derramara lagrimas, era un hombrecito y por tanto debía comportarse como tal. Este hecho, sentía el pequeño, iba a cambiar el destino de su vida. Se sintió vació y lloró como nunca antes lo había hecho, desde el corazón, desde sus entrañas que percibían que una parte de su existencia ya nunca más estaría con el.
Nadie pudo dormir esa noche, solo la dulce Marina que a su corta vida, tal espectáculo solo la había alterado por los aullidos de la perra.
Al día siguiente, Luis se encontraba en el dintel de la puerta, acompañado de su fiel Dolly, cuando divisó a su padre. No fue necesario preguntar, ya lo sabía, ya esa noche había llorado y despedido a su madre.
Querido padre, hoy tienes 80 años, pero aún recuerdas con nitidez cada capitulo de esta historia.