Enojado Lucinio tomó de la mano al niño y lo echo a la calle, cerrando tras de sí la puerta.
Luis de tan solo 11 años, aterrado miraba la calle, lo único que atinó fue a sentarse, su vergüenza era superior a su pena. Lo único que quería era que los vecinos no lo vieran, llevaba puesto un vestido de su hermana Violeta, algo menor que él.
Su padre como muchas veces lo había castigado. Era Juez, por tanto debía también imponer el orden y la disciplina dentro de su hogar. Un hombrecito no podía cometer faltas, eso eran cosas de mujeres, por tanto si el niño insistía en desobedecer regla tan básica, el castigo era vestirlo de mujer y echarlo a la calle, que los vecinos lo vieran, que el pueblo lo viera, bien merecido se lo tenía.
Después de la muerte de su madre, Luis fue un niño bastante solitario, su única compañía era su perra, con ella jugaba tardes enteras, hasta le había enseñado a robarse los tarros de leche condensada del almacén de la esquina, delicia que compartían el niño y la perra.
Asombrado un día recorriendo por las afueras del alto pueblo de Putre, con su fiel perra Dolly, vio a un grupo de vecinos alrededor de un árbol carbonizado por un rayo. Al acercarse fue más su asombro, había cercano al tronco un hombre que en sus manos sostenía una quena y alrededor cuatro ovejas enrolladas durmiendo, todas ellos también carbonizados, estaban en la misma posición que cuando les había caído el rayo encima. Después de este acontecimiento, Luis siempre que caminaba miraba de cuando en cuando el cielo, no fuera a ser que le cayera un rayo también a él.
Al poco tiempo de viudez, Lucinio se volvió a casar con María, una mujer alta y delgada, profesora de la escuela de la zona.
Antes del año, nació Roberto, segundo hijo hombre del juez.. Uno de los tantos castigos que recibió Luis, fue porque le ponía a Dolly trajecitos de Roberto, se veía muy linda, además que aprovechaba los bolsillos de la ropita en la perra para poner algunas cosas del almacén, así que entre perra y niño podían sacar más de un tarro para saborear.
El deber de esposa de María era cuidar a los hijos de su actual marido, que no les faltara nada, solo eso. Las caricias y cariños estaban destinados a Roberto, su hijo.
Luis de tan solo 11 años, aterrado miraba la calle, lo único que atinó fue a sentarse, su vergüenza era superior a su pena. Lo único que quería era que los vecinos no lo vieran, llevaba puesto un vestido de su hermana Violeta, algo menor que él.
Su padre como muchas veces lo había castigado. Era Juez, por tanto debía también imponer el orden y la disciplina dentro de su hogar. Un hombrecito no podía cometer faltas, eso eran cosas de mujeres, por tanto si el niño insistía en desobedecer regla tan básica, el castigo era vestirlo de mujer y echarlo a la calle, que los vecinos lo vieran, que el pueblo lo viera, bien merecido se lo tenía.
Después de la muerte de su madre, Luis fue un niño bastante solitario, su única compañía era su perra, con ella jugaba tardes enteras, hasta le había enseñado a robarse los tarros de leche condensada del almacén de la esquina, delicia que compartían el niño y la perra.
Asombrado un día recorriendo por las afueras del alto pueblo de Putre, con su fiel perra Dolly, vio a un grupo de vecinos alrededor de un árbol carbonizado por un rayo. Al acercarse fue más su asombro, había cercano al tronco un hombre que en sus manos sostenía una quena y alrededor cuatro ovejas enrolladas durmiendo, todas ellos también carbonizados, estaban en la misma posición que cuando les había caído el rayo encima. Después de este acontecimiento, Luis siempre que caminaba miraba de cuando en cuando el cielo, no fuera a ser que le cayera un rayo también a él.
Al poco tiempo de viudez, Lucinio se volvió a casar con María, una mujer alta y delgada, profesora de la escuela de la zona.
Antes del año, nació Roberto, segundo hijo hombre del juez.. Uno de los tantos castigos que recibió Luis, fue porque le ponía a Dolly trajecitos de Roberto, se veía muy linda, además que aprovechaba los bolsillos de la ropita en la perra para poner algunas cosas del almacén, así que entre perra y niño podían sacar más de un tarro para saborear.
El deber de esposa de María era cuidar a los hijos de su actual marido, que no les faltara nada, solo eso. Las caricias y cariños estaban destinados a Roberto, su hijo.
Luis miraba de cuando en cuando de reojo, esos momentos. Muchas veces intento acercársele recibiendo un suave pero enérgico empujón, que quedaran las cosas claras entre ellos, ella, no era su madre.
A veces en las noches Lucinio y María después de la cena tocaban, él, violín y ella, piano, para Luis esos momentos eran maravillosos, siempre le gustó la música, se imaginaba frente a una orquesta con batuta en mano en un gran teatro, dirigiendo y creando. Sabía de sobra que esos instrumentos eran intocables, pero un día las ansías de sentirlos fue más que su prudencia, el piano estaba abierto, como un imán lo atraía, miró hacia varios lados y no había nadie, que sensación más hermosa sentir las teclas entre los dedos, si él aprendiera, que melodías maravillosas saldrían. Presionó las teclas, uno, dos, tres, cuatro, CINCOOOOO!, que dolor más intenso, María, había cerrado la tapa del piano, con las manos del niño aún en las teclas. No escuchó, sabía que María le estaba gritando y llevándolo de las orejas fuera de la pieza, no sentía los dedos de tanto dolor. ¿Los tendría todavía?, ¿Qué diría su padre? ¿lo echaría fuera otra vez, vestido de mujer?. Se vio en el patio solo, con la perra lamiéndole las mejillas que profusamente derramaban lágrimas, de dolor y de miedo. Todo el restante día, lo pasó en cuclillas en un rincón del patio, tratando lentamente de volver a mover sus dedos, ya en el atardecer pudo volver a sentirlos. A las 7 como de costumbre llegaba el Juez, al sentirlo entrar a la casa, el corazón del niño latió con fuerzas, solo esperó, ya no había nada más que hacer, pasaron los minutos, la media hora, una hora y nada. Ya de noche, se atrevió a asomarse a la cocina, Sonia ya había servido la cena y se escuchaba música en la sala, con sigilo se acercó y miró a su padre que estaba tocando en su violín, Lucinio, miró a su hijo y bajo la cabeza concentrado en su interpretación, no dijo nada, no mostró en su rostro seña alguna, María no le había dicho, se había salvado de un segundo castigo, hasta la música le pareció aún más especial que ninguna vez (años más tarde supo que era de Rimsky Korsakov, Sherezade)
A los 18 años, Luis viajó a Valparaíso, dejando atrás el hogar paterno, allí estudió fotografía, se hizo periodista y después al tiempo se casó, formando un hogar.
Hoy, Luis tiene 80 años, su padre murió hace 25 , solo fue a su funeral, ya no se acuerda donde está su tumba.
¿Qué esperabas Lucinio?
Luis es mi padre, y está vez la historia no se repite…
A veces en las noches Lucinio y María después de la cena tocaban, él, violín y ella, piano, para Luis esos momentos eran maravillosos, siempre le gustó la música, se imaginaba frente a una orquesta con batuta en mano en un gran teatro, dirigiendo y creando. Sabía de sobra que esos instrumentos eran intocables, pero un día las ansías de sentirlos fue más que su prudencia, el piano estaba abierto, como un imán lo atraía, miró hacia varios lados y no había nadie, que sensación más hermosa sentir las teclas entre los dedos, si él aprendiera, que melodías maravillosas saldrían. Presionó las teclas, uno, dos, tres, cuatro, CINCOOOOO!, que dolor más intenso, María, había cerrado la tapa del piano, con las manos del niño aún en las teclas. No escuchó, sabía que María le estaba gritando y llevándolo de las orejas fuera de la pieza, no sentía los dedos de tanto dolor. ¿Los tendría todavía?, ¿Qué diría su padre? ¿lo echaría fuera otra vez, vestido de mujer?. Se vio en el patio solo, con la perra lamiéndole las mejillas que profusamente derramaban lágrimas, de dolor y de miedo. Todo el restante día, lo pasó en cuclillas en un rincón del patio, tratando lentamente de volver a mover sus dedos, ya en el atardecer pudo volver a sentirlos. A las 7 como de costumbre llegaba el Juez, al sentirlo entrar a la casa, el corazón del niño latió con fuerzas, solo esperó, ya no había nada más que hacer, pasaron los minutos, la media hora, una hora y nada. Ya de noche, se atrevió a asomarse a la cocina, Sonia ya había servido la cena y se escuchaba música en la sala, con sigilo se acercó y miró a su padre que estaba tocando en su violín, Lucinio, miró a su hijo y bajo la cabeza concentrado en su interpretación, no dijo nada, no mostró en su rostro seña alguna, María no le había dicho, se había salvado de un segundo castigo, hasta la música le pareció aún más especial que ninguna vez (años más tarde supo que era de Rimsky Korsakov, Sherezade)
A los 18 años, Luis viajó a Valparaíso, dejando atrás el hogar paterno, allí estudió fotografía, se hizo periodista y después al tiempo se casó, formando un hogar.
Hoy, Luis tiene 80 años, su padre murió hace 25 , solo fue a su funeral, ya no se acuerda donde está su tumba.
¿Qué esperabas Lucinio?
Luis es mi padre, y está vez la historia no se repite…