sábado, 25 de octubre de 2008

Niñez 2


Enojado Lucinio tomó de la mano al niño y lo echo a la calle, cerrando tras de sí la puerta.
Luis de tan solo 11 años, aterrado miraba la calle, lo único que atinó fue a sentarse, su vergüenza era superior a su pena. Lo único que quería era que los vecinos no lo vieran, llevaba puesto un vestido de su hermana Violeta, algo menor que él.
Su padre como muchas veces lo había castigado. Era Juez, por tanto debía también imponer el orden y la disciplina dentro de su hogar. Un hombrecito no podía cometer faltas, eso eran cosas de mujeres, por tanto si el niño insistía en desobedecer regla tan básica, el castigo era vestirlo de mujer y echarlo a la calle, que los vecinos lo vieran, que el pueblo lo viera, bien merecido se lo tenía.
Después de la muerte de su madre, Luis fue un niño bastante solitario, su única compañía era su perra, con ella jugaba tardes enteras, hasta le había enseñado a robarse los tarros de leche condensada del almacén de la esquina, delicia que compartían el niño y la perra.
Asombrado un día recorriendo por las afueras del alto pueblo de Putre, con su fiel perra Dolly, vio a un grupo de vecinos alrededor de un árbol carbonizado por un rayo. Al acercarse fue más su asombro, había cercano al tronco un hombre que en sus manos sostenía una quena y alrededor cuatro ovejas enrolladas durmiendo, todas ellos también carbonizados, estaban en la misma posición que cuando les había caído el rayo encima. Después de este acontecimiento, Luis siempre que caminaba miraba de cuando en cuando el cielo, no fuera a ser que le cayera un rayo también a él.
Al poco tiempo de viudez, Lucinio se volvió a casar con María, una mujer alta y delgada, profesora de la escuela de la zona.
Antes del año, nació Roberto, segundo hijo hombre del juez.. Uno de los tantos castigos que recibió Luis, fue porque le ponía a Dolly trajecitos de Roberto, se veía muy linda, además que aprovechaba los bolsillos de la ropita en la perra para poner algunas cosas del almacén, así que entre perra y niño podían sacar más de un tarro para saborear.
El deber de esposa de María era cuidar a los hijos de su actual marido, que no les faltara nada, solo eso. Las caricias y cariños estaban destinados a Roberto, su hijo.
Luis miraba de cuando en cuando de reojo, esos momentos. Muchas veces intento acercársele recibiendo un suave pero enérgico empujón, que quedaran las cosas claras entre ellos, ella, no era su madre.
A veces en las noches Lucinio y María después de la cena tocaban, él, violín y ella, piano, para Luis esos momentos eran maravillosos, siempre le gustó la música, se imaginaba frente a una orquesta con batuta en mano en un gran teatro, dirigiendo y creando. Sabía de sobra que esos instrumentos eran intocables, pero un día las ansías de sentirlos fue más que su prudencia, el piano estaba abierto, como un imán lo atraía, miró hacia varios lados y no había nadie, que sensación más hermosa sentir las teclas entre los dedos, si él aprendiera, que melodías maravillosas saldrían. Presionó las teclas, uno, dos, tres, cuatro, CINCOOOOO!, que dolor más intenso, María, había cerrado la tapa del piano, con las manos del niño aún en las teclas. No escuchó, sabía que María le estaba gritando y llevándolo de las orejas fuera de la pieza, no sentía los dedos de tanto dolor. ¿Los tendría todavía?, ¿Qué diría su padre? ¿lo echaría fuera otra vez, vestido de mujer?. Se vio en el patio solo, con la perra lamiéndole las mejillas que profusamente derramaban lágrimas, de dolor y de miedo. Todo el restante día, lo pasó en cuclillas en un rincón del patio, tratando lentamente de volver a mover sus dedos, ya en el atardecer pudo volver a sentirlos. A las 7 como de costumbre llegaba el Juez, al sentirlo entrar a la casa, el corazón del niño latió con fuerzas, solo esperó, ya no había nada más que hacer, pasaron los minutos, la media hora, una hora y nada. Ya de noche, se atrevió a asomarse a la cocina, Sonia ya había servido la cena y se escuchaba música en la sala, con sigilo se acercó y miró a su padre que estaba tocando en su violín, Lucinio, miró a su hijo y bajo la cabeza concentrado en su interpretación, no dijo nada, no mostró en su rostro seña alguna, María no le había dicho, se había salvado de un segundo castigo, hasta la música le pareció aún más especial que ninguna vez (años más tarde supo que era de Rimsky Korsakov, Sherezade)
A los 18 años, Luis viajó a Valparaíso, dejando atrás el hogar paterno, allí estudió fotografía, se hizo periodista y después al tiempo se casó, formando un hogar.
Hoy, Luis tiene 80 años, su padre murió hace 25 , solo fue a su funeral, ya no se acuerda donde está su tumba.
¿Qué esperabas Lucinio?
Luis es mi padre, y está vez la historia no se repite…

sábado, 11 de octubre de 2008

Niñez

Gladys, tenía tan solo cuatro años cuando de la mano de su tía paterna, con la brisa del mar de Valparaíso tocándole su cara, viajó a Santiago, dejando atrás a su madre y a su hermana. En su inocencia le parecía interesante el viaje en tren, otra había sido su sensación si hubiera sabido lo que el futuro le depararía.
Sus padres se habían separado hacia ya un año y las discusiones por la tutela de las niñas eran recurrentes. A Oscar, el padre, le parecía que era lo más normal que como se habían separado, y ya Olga la madre había comenzado a trabajar, a cada padre le correspondía una niña, por tanto el se debería quedar con la menor, Gladys.
Según él, una madre no puede cuidar bien a sus hijas si trabajaba. Es así que ese día había enviado a María su hermana mayor a buscar a la niña, aprovechando que Olga estaba trabajando.
Dos años vivió con su tía en Santiago, de esos tiempos, no se acordaba mucho, solo sabía que su madre había muerto y no tenía más familia que su tía y su padre que de vez en cuando iba a visitarla. Al morir María, Oscar decidió llevársela nuevamente a Valparaíso, allí la niña conoció su nuevo hogar, enclavado en un cerro, dos piezas, en donde, en una había una mesa y dos sillas y en la otra dos camas, un ropero que para Gladys era gigante y un velador.
Como ya había cumplido los seis años, Oscar la matriculó en un colegio cercano. Fue todo un acontecimiento el día en que fueron a comprar los útiles escolares y su uniforme, una bella faldita blanca plisada, zapatos negros y calcetas blancas. Como Oscar trabajaba en una fábrica de camisas, le confeccionó una camisa blanca como la nieve con vuelitos en el cuello y un delantal, con un gran rosetón atrás, también muy blanco.
Oscar era un hombre práctico, jamás Gladys recibió una caricia de él, jamás una muñeca o un juguete, la niña necesitaba educarse por tanto era necesario comprar estas cosas. Pero para ella “estas cosas” significaban un mundo nuevo y maravilloso.
En algunas ocasiones, había visto a su tía María leyendo, eran libros preciosos, con tapas de cuero, también le encantaba escuchar el ruido que hacían las hojas al cambiar de página. Prohibido para ella estaba el acercarse a aquellos, sin embargo más de alguna vez, a escondidas, los toco, con el corazón latiéndole fuerte en su pecho, y hasta en su osadía los tomó y además abrió, el olor de aquellas hojas todavía lo recordaba, se imaginaba que contaban historias hermosas, de bellas doncellas, de mundos felices, de niñas jugando y riendo, de niñas acariciadas por su madre y su padre, de mundos de los cuáles ella soñaba día a día.
El ir al colegio, significaba que iba a aprender a leer, que iba a poder adentrarse a esos mundos desconocidos y fascinantes. Cuanto le sirvieron aquellos mundos en el período que más sola estuvo.
Tenía ya siete años, cuando a su padre lo despidieron de la fábrica, por tanto comenzó a trabajar de forma independiente y esto significaba que debía viajar, según él, todos los fines de semana a Santiago. Para Gladys esto significaba quedarse sola desde el viernes hasta el lunes de madrugada. Según el razonamiento de Oscar, para la niña era peligroso quedarse sola, por tanto compró un candado bien grande, para la puerta del dormitorio y una tranca que la niña debía poner por dentro al cerrar la puerta.
Es así como Gladys se quedaba encerrada tres días, sin luz, solo con una vela que cuidaba de no gastarla mucho, una bacinica para sus necesidades y un pan, para los tres días. El dormitorio tenía una ventana pequeña, que daba a un callejón, por tanto de vez en cuando una vecina le lanzaba alguna fruta o un pan, raciones que la niña agradecía mucho.
El día Viernes antes de salir del colegio iba corriendo a la sala de lectura, a buscar libros, solo estaba permitido sacar uno, pero la Sra. Josefina la bibliotecaria, que le había tomado cierto cariño a esta niña flaquita y con mirada profunda y nostálgica, le permitía sacar dos y a veces tres libros, que Gladys escondía en su bolsón. Estos libros fueron su compañía. Allí conoció Moby Dick, Robinsón Crusoe, Aventuras de Tom Sawyer, La Cabaña del Tío Tom, Mujercitas, Corazón y tantos otros. A veces se identificaba tanto con los personajes, que se dormía cansada de tanto llorar, y en ocasiones realizaba en aquella pequeña habitación verdaderas obras teatrales, donde personificaba a los personajes.
El padre llegaba el día Lunes de mañana, la lavaba, y la enviaba al colegio. Esta rutina duró un poco más de un año, hasta que un día salieron de allí a una casa grande, donde vivía Rosa, una mujer de mirada penetrante, alta y delgada, con algunas arrugas en el rostro que atendía muy cariñosamente al padre. Para Gladys esta nueva vida le parecía buena, tenía una pieza pequeña, pero para ella sola y además la casa tenía jardín. Esto fue un nuevo descubrimiento para la niña, tocar la tierra, ensuciarse las manos, plantar, cosechar, labores que realizaba con Rosa y que hasta el día de hoy, Gladys realiza con alegría.
Su vida tuvo un vuelco inesperado para ella, cuando camino del colegio a casa una mujer la tomo del brazo y le dijo que era su madre, abrazándola lloraba y exclamaba que por muchos años la había buscado y que por fin la había encontrado.
Olga había sabido por una amiga en donde estaba la niña y ese día había ido a su encuentro.
Para Gladys, esto era todo un acontecimiento, sintió temor, pero también una sensación extraña, jamás la habían abrazado y acariciado, también sabía que su madre había muerto, pero ¿y si no?. Esta señora robusta y de profundos ojos color miel, la miraba con dulzura y no paraba de abrazarla.
De ese día, al día que de la mano de su hermana Irma fue a su nuevo hogar no paso mucho tiempo. Los días de soledad, y de incertidumbre quedaban atrás. A los diez años había encontrado una familia, una madre, a un padre, Teofilo, la pareja de su madre, hombre bueno, que la cuido con amor y a una hermana, que en un principio no la recibió muy bien, ya que todos sus juguetes, pasaron a la niña, la pobre lauchita (como le decía Teofilo), que no había sido feliz.
Han pasado mas de 60 años de esta historia Hoy Gladys es bisabuela, matriarca de la familia, mujer, escritora, luchadora y amante de sus hijos…Mi madre